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  • Oswaldo Gallo Serratos

Un nuevo paradigma moral


Oswaldo Gallo Serratos*


En una de las obras que habría de convertirse en un clásico de lo que hoy día conocemos como ética ambiental, El principio de responsabilidad (1979), Hans Jonas cuestiona la manera cómo hasta el siglo XX concebimos los criterios bajo los cuales sostenemos creencias morales, al menos en Occidente. Su punto de partida es un cambio de paradigma técnico: a diferencia de otras épocas, lo distintivo del siglo XX es su capacidad amplificada de intervenir en la naturaleza. Nunca antes los seres humanos habíamos tenido las herramientas para modificar, en un periodo brevísimo como pueden ser algunas décadas, la estabilidad del entorno planetario.


Pensemos, por ejemplo, en la manera cómo una comunidad anterior al siglo XX —o bien al siglo XIX, si tenemos en cuenta la industrialización de Europa— usaba los recursos madereros de una región. Es verdad que intervenciones humanas en la naturaleza han habido desde que nuestra especie dio sus primeros pasos en este planeta, pero también es verdad que no ocurrieron alteraciones de proporciones planetarias: por mucho que una comunidad explotase los recursos de un bosque o de un río o del mar, tal explotación no significaba una alteración del clima del planeta. Los cambios técnicos que se sucedieron en el siglo XX dieron como resultado, sin embargo, que la capacidad humana de intervenir en el planeta adquiriera proporciones nunca antes vistas. La quema de combustibles fósiles que ha supuesto llegar al estado de sofisticación tecnológica en el que nos encontramos ha tenido un coste ecológico impresionante.


Que la crisis climática sea un problema ecológico y no puramente medioambiental tiene consecuencias importantes en todos los aspectos imaginables. Si la crisis fuera un problema medioambiental, las únicas personas capacitadas para abordarlo serían aquéllas que se dedican a las ciencias naturales; pero conviene hablar de la crisis en un sentido ecológico (οἶκος significa “casa”), pues repercute en ámbitos tan variados como la cultura y la economía, la geopolítica y las artes, las ciencias naturales y la espiritualidad, la literatura y la filosofía. Nada escapa de una crisis ecológica por la sencilla razón de que es una crisis omnipresente: es la crisis de nuestra casa en común.


Esta crisis ecológica nos obliga a repensar la forma en que hemos abordado los problemas éticos. La argumentación de Jonas es muy clara: la ética, en tanto que normativa, juzga que las personas somos responsables de aquello en lo que incidimos, sea positiva o negativamente. Tradicionalmente se ha pensado que los únicos ámbitos de responsabilidad humana son para con sus círculos más cercanos, es decir, que una persona es responsable de lo que hace (1) consigo misma, (2) con los demás y si acaso, en un círculo concéntrico más amplio, (3) con otros pueblos. Siguiendo esa enumeración, se puede considerar que una persona es responsable de (1) su propia salud, de (2) cualquier daño que inflija a otras personas y, en los casos de líderes políticos, de (3) las masacres que pueda detonar una declaración de guerra con otro país.


La división clásica de la responsabilidad humana, sin embargo, resulta obsoleta pasado el siglo XX, no porque los paradigmas de la ética hayan cambiado de una generación a otra —con todo y lo atractivo que suena defender una suerte de relativismo moral, que ni Jonas ni quien suscribe encontramos racionalmente aceptable—, sino porque las mejoras en la técnica nos abrieron una puerta hasta entonces desconocida: la de alterar el ciclo del clima del planeta. Dicho en otras palabras, puesto que la sofisticación técnica nos ha permitido alterar el clima planetario, hemos de considerar una cuarta división en los espacios de los cuales somos responsables, a saber, la del espacio planetario. Si los seres humanos somos capaces de alterar el clima del planeta, entonces también somos responsables de su cuidado.


Estudiar ética ambiental como parte de los planes de estudio de las universidades es obligación moral de cualquier institución. Una perspectiva filosófica puede ayudar a vincular los problemas ecológicos (es decir, políticos, culturales, religiosos, etcétera) que supone la crisis climática que estamos atravesando, dando cabida a todas las áreas del saber y a todas las expresiones artísticas. De lo contrario, corremos el riesgo de reducir la crisis a su aspecto científico y, con ella, el riesgo aun mayor de pretender abordarla desde una perspectiva exclusivamente cientificista. Las personas no sólo somos un cúmulo de átomos que reacciona en función de ciertos mecanismos que operan en el ambiente; somos también seres dotados de emociones, con complejas relaciones culturales y políticas, inmersos en distintos niveles de espiritualidad y con motivaciones afectivas harto variadas. Ignorar estos últimos aspectos no nos permitirá abordar la crisis porque ni siquiera nos permitirá conocer sus causas. Pero también debemos evitar la tentación solucionista: la de enfocarnos solamente en solucionar la crisis sin darnos el tiempo para rumiar sus causas económicas, sociales, culturales, religiosas, políticas, éticas e incluso lingüísticas. Para lograr lo anterior necesitamos a más personas estudiando ética ambiental, tarea cada vez más complicada en un mundo que se mueve conforme a la inmediatez de la productividad del mercado que desde hace años llegó también a las instituciones educativas.



*Maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana. Ha sido docente de Teoría de la argumentación y Semiótica en la Universidad Iberoamericana, Filosofía política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM; actualmente imparte los cursos de Filosofía contemporánea y Ética ambiental en el Tecnológico de Monterrey. Conjunta sus intereses académicos con su participación en el activismo ecologista.ha publicado en revistas como la Newman Studies Journal, Tópicos, Nexos, y la Revista de la Universidad, entre otras.





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