- Samuel Segura Cobos
La nueva desigualdad en el siglo XXI
Samuel Segura Cobos*
A más de 15 años de que la crisis financiera global desencadenada por los créditos hipotecarios subprime en Estados Unidos pusiera en el centro del debate el impacto negativo de la desigualdad, el Banco Mundial reportaba una desaceleración importante en indicadores multidimensionales clave como la pobreza extrema, la pobreza relativa, y la prosperidad compartida. Como resultado de la pandemia global de la COVID-19, los pronósticos sugieren un retroceso significativo producto de las consecuencias económicas y de salud para las poblaciones más vulnerables incluyendo aquellas personas con niveles más bajos de educación y activos, empleo inestable, y en sectores económicos considerados como menos calificados. La situación es de tal gravedad que, en los dos escenarios desarrollados para evaluar el impacto empobrecedor de la pandemia, se estima que las metas de reducción de pobreza del Banco Mundial y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) no se cumplirán para el 2030 a menos de que se realice un cambio significativo, rápido y sostenido de la estrategia actual para fomentar el crecimiento incluyente en aquellas regiones del mundo donde la pobreza extrema persiste.
Sin mucha sorpresa podemos constatar como estas alertas continúan ancladas en el paradigma de la modernidad según el cual las grandes problemáticas milenarias de la humanidad como el hambre, la peste y la guerra han sucumbido a soluciones técnicas. A mediados del siglo XX, el canon teórico del desarrollo económico de Simon Kuznets y William Arthur Lewis, estudiosos de la relación entre industrialización y crecimiento económico, toleró la desigualdad como un efecto que habría de corregirse una vez afianzada la prosperidad. Cuando en la década de los 70, la crisis petrolera y el nuevo orden económico internacional (NOEI) destacaron las promesas incumplidas de la industrialización, la desigualdad entre economías nacionales destacó algunos problemas estructurales de la economía internacional que fueron silenciados con el fin de la guerra fría y el consecuente “fin de la historia.” De esta manera, mientras se celebraba el triunfo de la globalización, el refinamiento técnico del estudio de la desigualdad a través de herramientas microeconómicas de recolección de datos como las encuestas de hogares puso de relieve la existencia de dinámicas de distribución de ingreso que trascendían las fronteras nacionales.
Cuando los gobiernos buscaron hacer frente a los retos producto de la crisis subprime, movimientos sociales como Occupy Wall Street denunciaban la existencia de un juego con dados cargados a favor de los bancos causantes de la debacle financiera y del 1% más rico de la población. Piketty (2013) en su análisis de las tendencias históricas de la concentración de la riqueza concluiría que la creciente desigualdad se debía a la estructura capitalista que recompensaba con tasas más redituables a las inversiones de capital que al trabajador asalariado. Haciendo eco de estos problemas estructurales, organizaciones no gubernamentales como Oxfam Internacional y el Foro Económico Mundial elaboraron cuantiosos reportes destacando los costos sociales de la desigualdad. Estas reflexiones ganaron una fuerza importante en círculos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) resultando en ambiciosas propuestas de coordinación global de políticas fiscales que redujeran los incentivos para la evasión de impuestos y fortalecieran la base impositiva de los gobiernos participantes. Una de las ideas rectoras de estos esfuerzos es hacer frente a la creciente digitalización de la economía global producto del cambio tecnológico exponencial de la cuarta revolución industrial.
Aunque estos desarrollos en el ámbito de la cooperación internacional son alentadores en medio de un creciente desorden internacional evidenciado por la invasión rusa a Ucrania, hay quienes nos invitan a reflexionar sobre las nuevas formas que la desigualdad tomará en el exhilarante nuevo mundo del cambio tecnológico acelerado. Una de las tendencias más importantes identificadas hasta el momento es el hecho de que el cambio tecnológico acelerado no solo nos permitirá elaborar herramientas externas más sofisticadas, sino que, además, nos permitirá mejorar el cuerpo y la mente humanos inclusive a través de la fusión con estas herramientas. Sin embargo, esta mejora de la experiencia humana entusiastamente adoptada por bancos, gobiernos, inversores y clientes está basada en una conceptualización de esta como materia prima sujeta a su explotación por parte de empresas tecnológicas. Así, a través de operaciones comerciales privativas se generan productos predictivos y nuevos mercados de futuros conductuales que proyectan una automatización de las sociedades.
Para muchos observadores esta nueva economía del conocimiento basada en la gran transición tecnológica ofrece un cambio cualitativo sustancial de todas las actividades humanas. En el centro de este debate se ubica el papel futuro de los seres humanos, así como el impacto socioeconómico de los desequilibrios extremos de la “abundancia radical” que el cambio tecnológico predica. Para aprovechar de manera efectiva esta prometedora abundancia, es necesario analizar de manera crítica los obstáculos existentes en la absorción tecnológica como barreras culturales y tradicionales, la protección legal de la propiedad intelectual, la capacitación humana para el aprovechamiento de la tecnología, así como el fortalecimiento del entorno de inversión para el emprendimiento. Pero aún más urgente es reflexionar sobre las nuevas desigualdades potencializadas en este siglo XXI: aquellas alimentadas por las asimetrías entre los soberanos de la información en redes de la experiencia humana y los consumidores de la emergente psicopolítica. Porque, como bien lo resumió el poeta uruguayo Mario Benedetti, cuando teníamos todas las respuestas, de pronto, nos cambiaron todas las preguntas.

*Profesor de la Escuela de Ciencias Sociales y de Gobierno, Tecnológico de Monterrey, Campus Guadalajara. Doctor en historia internacional por el Graduate Institute Geneva, su área de investigación es la cooperación internacional para el desarrollo desde la perspectiva de la historia económica, financiera y legal. De 2019 a 2020, fue investigador postdoctoral adscrito en el Edmond J. Safra Centre for Ethics y la Facultad Buchmann de Derecho de la Universidad de Tel Aviv.