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  • Andrés Ordóñez

La “diplomacia cultural” y la crisis de la diplomacia en el mundo integrado

Andrés Ordóñez*


*Esto es un articulo de opinión y no representa la opinión de la revista Global Lens y el Tecnológico de Monterrey



Uno entra al interior o sube hacia arriba porque no es posible hacerlo de otro modo. Algo semejante sucede cuando decimos «diplomacia cultural». Es imposible ejercer la diplomacia si no es desde la cultura. No hay manera de llevar a cabo la diplomacia si no es a través de instrumentos derivados de la cultura y cuyo funcionamiento es imposible sin que los participantes en el acto diplomático hayan convenido en otorgar el mismo sentido a los términos de su intercambio. La palabra ‘diplomacia’ proviene del griego διπλως. Una acepción es ‘doble’, otra es ‘doblez’, otra es dual y otra es la que traduce en un solo vocablo la idea de ‘dos vías’, de ‘ida y vuelta’. De lo anterior se desprende la natural asociación de διπλως con la idea de ‘mensaje’. Esta palabra fue incorporada por el latín y de allí el término diploma, cuya declinación en genitivo es diplomatis, es decir, el que tiene que ver con o que pertenece a los diplomas (mensajes). De allí que, en última instancia, lo que distingue al diplomático del cartero es que además de ser conocedor del mensaje que porta, de él dependerá la recepción que su encomienda mereciere y, por lo tanto, la salud y la calidad de la comunicación entre remitente y destinatario. La diplomacia, pues, indefectiblemente es un ejercicio de traducción cultural, lo cual hace que tan importante el el contenido del mensaje como su forma.


En la época en que era posible hablar del Estado nación clásico, la interlocución entre dos Estados se daba única y exclusivamente por medio del soberano, es decir, de la persona o de la institución en quien era depositada la soberanía de la nación. El soberano, a su vez, delegaba esa facultad en su representante diplomático, lo cual daba total sentido a la calificación que dicho representante recibía: embajador (palabra derivada del occitano antiguo ambaissada, encargo) extraordinario y plenipotenciario, es decir, aquel que recibía el fuera de lo común encargo de hablar por el soberano y para lo cual le eran conferidos todos los poderes. Sin embargo, al parejo del desarrollo de las comunicaciones, los poderes otorgados a un embajador perdieron plenitud. Hoy en día, en la era del correo electrónico y de la mensajería instantánea (WhatsApp, Messenger, Telegram, Signal, etc.), el diplomático se ha convertido en un circuito integrado con su teléfono a través del cual solicita y, a menudo sin solicitarlas, recibe instrucciones en tiempo real.


Tampoco el soberano (el jefe del Estado) se libra del desarrollo de las comunicaciones. La globalidad hiperconectada ha despojado al soberano de la exclusividad de la interlocución. Dentro y fuera de la esfera del gobierno, los factores de poder han alcanzado la facultad de interactuar directamente con sus pares extranjeros. A esto se añade la atomización de los consensos en virtud de la cada vez mayor extensión y complejidad de las redes sociales. Esta situación ha traído consigo el aceleramiento de la disfuncionalidad de usos, estructuras e instituciones entre las cuales figura la diplomacia. La atomización y la transnacionalización de los consensos hacen necesaria la negociación fragmentaria de las acciones gubernamentales con relación al ámbito internacional. De lo anterior deriva que lo que antes era una estrategia integrada de acción hacia el exterior, es decir, una estrategia diplomática unitaria, hoy se manifieste en la atomización de la diplomacia misma: diplomacia científica, diplomacia tecnológica, diplomacia parlamentaria, diplomacia empresarial, diplomacia académica y, ¿por qué no?, diplomacia cultural, esferas todas ellas en las que los diplomáticos han dejado de ser indispensables, entre otras cosas, porque la interlocución ya no es su función exclusiva.


El problema de la diplomacia cultural no radica en primera instancia en la diplomacia, sino en la manera como la cultura es concebida por los encargados de formular políticas públicas, entre las cuales se encuentra la política exterior y cuyo instrumento de ejecución es la diplomacia. Desde esta perspectiva, el término «diplomacia cultural» más que designar un nuevo campo en el ejercicio de la diplomacia o una manera inédita de realizar la tarea diplomática, lo que nombra es el intento de compaginar las tradicionales labores y acostumbrados medios de promoción y cooperación cultural con la atomización de los consensos. Si nuestra noción de diplomacia cultural continúa atada a las prácticas de la promoción y la difusión de los productos culturales, seguiremos propiciando la duplicidad de funciones y los desencuentros entre los ministerios de Relaciones Exteriores y las instancias formalmente responsables de la cultura en las estructuras de gobierno. Aún más grave es el riesgo que corren las instituciones diplomáticas de seguir siendo excluidas en la reconstrucción de las relaciones entre gobierno, cultura y sociedad en el momento de los consensos fragmentarios, la crisis de la racionalidad política, la proliferación de la imagen y la hiperconectividad mundial.


La diplomacia cultural más que una labor ejecutiva implicaría una función reflexiva, prospectiva y de coordinación, enfocada a hacer viables los objetivos de la política exterior a partir de la articulación del conjunto de las variables desde una perspectiva eminentemente cultural, más allá del arte, y en sintonía con la economía, la ciencia, el comercio, la tecnología y la educación. La diplomacia cultural debería referir no a la realización de eventos, sino al diseño de estrategias políticas para encauzar, en beneficio de objetivos de Estado, la diversidad de intereses de sus actores públicos y privados, de manera pertinente para la adecuada recepción por destinatarios globales y globalizados.



*Graduado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y doctor por el Departamento de Estudios Portugueses y Brasileños de la Universidad de Londres. Actualmente es investigador en la Unidad de Investigación sobre Representaciones Culturales y Sociales de la UNAM.

Como diplomático de carrera desempeñó, entre otros cargos, los de secretario técnico y asesor del secretario de Relaciones Exteriores, director general de Asuntos Culturales, jefe de misión adjunto en las embajadas de México en Israel, Cuba y Francia, cónsul general en Río de Janeiro y embajador de México en Marruecos.


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